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Algo más que un recuerdo de migas de pan

  • basterretxeasantam
  • 28 feb 2021
  • 4 Min. de lectura

Mikel BASTERRETXEA


Podría ser un viernes cualquiera. Una lluvia intensa golpeaba el asfalto que separa Bilbao de Puentelarrá (Araba). El eco de un patio de colegio a rebosar parecía acoplarse en mi cabeza al pasar el repetidor de Orduña, rumbo a al pueblo que me ve crecer. Era sonido de alboroto al salir de clase, que me perseguía hambriento desde Escolapios hasta pasar la gasolinera de Berberana. De pronto, entre la niebla y el tenue fulgor de un par de farolas, aparecía en forma de oasis un pequeño muelle de hormigón al que arribaban barcos de acero dispuestos a reponer fuerzas en el camino. Ese lugar al que me refiero, evidentemente, es el aparcamiento más genuino de Espejo, humilde alfombra roja que invitaba a entrar a la panadería Oraá: estrella de la cultura autóctona del Valle de Valdegovía.


Recuerdo aquellos viernes de sueño y frío con una sensación inigualable de satisfacción. Abrigarse para entrar donde Maribel no era motivo de pereza, puesto que el aroma a magdalenas y rosquillas se adueñaba de mis sentidos nada más divisar el rótulo de la panadería. Era el premio al trabajo semanal de un niño, el presente de un pasado que no se olvida. Símbolo de alegría e ilusión cuando el azar y la perseverancia brindaban notables en el boletín de notas; castigo o reconstituyente cuando las cosas no iban bien. Pero, sobre todo, la breve estancia en la panadería era –y es- encarnación de compartir; en aquel entonces golosinas y dulces, en estos momentos, recuerdos y perspectiva.


Nunca pensé que el silencio acallaría la bocina de Marijose, que las sonrisas de esa mujer llena de bondad y buen humor se bajarían un día de la maravillosa furgoneta, convertida en carruaje de Cenicienta cada mañana por las calles de nuestros pueblos. Pero ese día llegó, y habrá que asimilarlo, sin resignarse a obviar tantos encuentros de risa que de forma directa e indirecta han cubierto con un manto de harina, agua, levadura y sal. Es de recibo acordarse y agradecer a este negocio que ha marcado con migas de pan el cálido recorrido que enlaza instantes de felicidad. Momentos candorosos pasados por agua, alcohol y aires de fiesta. Al fin y al cabo, ¿qué es el pan? Es la miga de la vida, el acompañamiento fundamental de la rutina y la excusa perfecta para sentar en una misma mesa tanto a los más cercanos, como a amigas que por diversas circunstancias están lejos de nosotros. El pan es cuerpo de Cristo para unos, y placer gastronómico para otros.


Con el correr de los años, Espejo y su particular templo han ido adquiriendo acepciones en el baúl emocional de un humilde servidor. Lo que otrora fueron simples chuscos de pan y momentos de abrigo -entre coquitos y txoripanes teñidos de carmín-, han tornado en proceso evolutivo, en el que lo material se vuelve secundario y prima lo personal y pasional. Inclemencias meteorológicas aparte, el viaje a la panadería se ha asentado entre mis sienes como fiel testigo de vida, en el más amplio de sus sentidos. Vida en el obrador, vida en el producto; vida en el taconeo de la gente que espera en la cola y en los albornoces que salen de sus casas cuando un bólido con dos hogazas tatuadas en sus lomos se hace ver por las calles de los pueblos. Vida, definitivamente, cuando el coche de aitite calienta motores para ver el espectáculo de la regeneración rural en torno al recrujir tentador de una baguette o del inmejorable “gusano”. Qué poco valoramos lo que tenemos, hasta que expira...


Como futuro periodista -y actual estudiante-, lastimo en buena parte este adiós (que ansío sea un hasta luego) por el abandono informativo que supone la despedida de Oraá. Ya no solo por la ausencia de un punto de difusión periodística, sino por el goteo de informaciones comarcales que se pierden al otro lado de la persiana, junto a ese icónico cristal de su puerta, alicatado de anuncios. La información es un derecho fundamental, las leyes lo amparan, y me preocupa que la vía de la prensa escrita se aje con este cierre. Mas la fe y la esperanza me envuelven para creer en la continuidad del servicio informativo en el entorno.


Dicho esto, solo me queda aferrarme a la gratitud y evocar esas fotografías con la firma de esta casa –así nos lo hacían sentir- con solera. Paisajes con sabor a morcilla en la noche de San Juan, imágenes con perfume de chocolate caliente en las fiestas de Puentelarrá-Larrazubi. Y cuántas comidas familiares y encuentros de dulce recuerdo en compañía del fruto de su trabajo… Casi tantas como paradas de aves de paso que se llevaron de Valdegovía un recuerdo indeleble en su memoria. Amores "de barra" que llevan la firma de personas como Jaime, Leire, Maribel o Marijose (sin olvidarme del resto del equipo).


No son días felices para el Valle. En absoluto. Espejo y sus alrededores quedan huérfanos de masa madre y de peregrinaje diario. Con el cierre de Oraá, se apaga el aroma a artesanía y un recuerdo de niñez. Una tierra sin pan es un rincón más triste, es un terruño marchito. No obstante, una mirada de morriña mantendrá perenne la corteza de una vida dedicada a alimentar a sus vecinos, generación tras generación. Una corteza trabajada y afianzada a lo largo de décadas, vigorosa y resplandeciente, que llevará las cuatro letras de ese apellido y cientos de historias para siempre en su recuerdo. Como decía aquella tonadilla de Juan Erasmo Mochi: "Los que se van, ya volverán. Cuando se fueron no querían marchar". Esker anitz zuen lanagatik, bihotzez!


 
 
 

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