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Restaurante "La Olla": la finura de lo clásico

  • basterretxeasantam
  • 23 nov 2020
  • 3 Min. de lectura

Mikel BASTERRETXEA

El otro día, escuchando la radio en casa, sonó una canción que desconocía, pero que tras su aire festivo -y castrense- escondía un mensaje de esperanza y gallardía. Entonaba la canción un tal Juan Erasmo Mochi (Barcelona, 1943). Seguramente, quienes tengan menos de 60 primaveras a sus espaldas desconozcan su existencia, no es de extrañar. A la sinfonía le acompañaba un estribillo un tanto pegadizo, y no carente de razón: "Los hombres dejan pasos que otros pasos borran, camina que camina sin mirar. Los que se van, ya volverán", cantaba el intérprete catalán.


Una flecha de reflexiones apuntaló mis convicciones acerca de la teoría que reza "los clásicos siempre vuelven". Somos un pueblo de tradición, de vivir siempre con el retrovisor de nuestros aitites y amamas anclado en la memoria. Eso es bueno, porque aunque los tiempos cambien, el patrón de la calidad se repite. Ejemplo de ello es el txirene bar "La Olla", ubicado junto a "La Viña", frente a la biblioteca de la calle Diputación bilbotarra. Hogar del buen yantar y ara de una materia prima de la máxima calidad. Recuerdo hace años haber ejercitado el rabillo del ojo para escrutar el estrecho tronco que compone su larga barra, que desemboca en un cómodo y costumbrista habitáculo. Es el puerto donde arriba el hambre de sus comensales, ornado con muebles de madera y algún que otro estante con conservas de Primera División.


Recientemente pude ir en calidad de invitado por mi tía (grandísima sukaldari). Se acercaba mi cumple y un probable -ya real- cierre de la hostelería, y decidió que era buen momento para darnos un homenaje. Así fue. O mejor dicho, así foie. Trataré de ser escueto y conciso con mi valoración de la comida que ofertan, la cual adelanto es merecedora de mis máximos halagos.

Tengo comprobado que el foie gras es la quinta esencia de la plena satisfacción culinaria. Ese hígado de oca, lujo del pobre y pan de cada día para los ricos con gota, es un cojín de seda que mulle el placer de comer. Un fundente pecado que, acompañado de un pan con pasas recién tostado y unas reducciones frutales, puede empujarte por un precipicio de colores y sabor a felicidad. No sé qué se esconde al otro lado del arcoiris, mas no descarto suene un graznido de ánsar.

El ritmo de la merienda lo marcó Arturo, un sobresaliente camarero que demostró su valía en cuanto a atención y sugerencias en la elección del menú. Mi más sincera enhorabuena hacia él. Al entrante de fuagrás le prosiguió un canto de sirenas porcino. Recuerdo aquella pasarela de lencería fina disfrazada de ibéricos. Un lecho de madera daba arraigo a un opíparo embutido de indudable categoría. De hecho, en la página web del restaurante recalcan el proceder a la hora de producir sus productos, subrayando los más de 36 meses de curación en bodega necesarios para la elaboración del mejor jamón de bellota de la dehesa extremeña. ¡Viva Cáceres y sus perniles! Pero no nos podemos olvidar del séquito de lomo, chorizo y el tan infravalorado salchichón, un diamante en bruto que pasa desapercibido en casi todas las mesas. Mas la combinación de jamón con una acertadísima picada de tomate, ajo y un aceite de campeonato se ganó la ovación de un hambriento servidor. Almíbar puro para todos los públicos.

Junto a la ración casi pantagruélica -aun-que resulta osado hablar de exceso en torno al universo ibérico- asomaron en nuestra mesa un buen plato de eso que enamora al común de los mortales y cuyo nombre es... croqueta. Bocado de Dioses, este adalid del tapeo y de las meriendas informales va consagrándose en las mesas de la alta sociedad. Tal vez lo lleve haciendo desde el principio de los tiempos, pero ahora va a cara descubierta.

Una miscelánea de sabores mimetizada bajo un dorado manto de crujiente rebozado encandiló nuestras papilas y nos dilató las pupilas. Cremosas, tiernas, hipnotizantes. De jamón, boletus y cebolla caramelizada con queso azul. Toda una paleta de sensaciones que abanicaron la estancia en la acogedora taberna de Bilbao. Difícil rematar una merienda con mejor sabor que el de las croquetas de La Olla, de no ser porque después vino un guiño a la huella de la cultura vasca de la mano de un queso Idiazabal ahumado con sus palmeras las nueces. Final feliz para un cuento de leer una y otra vez.

Así fue mi experiencia en La Olla, un local de nivel donde la materia se mima y el servicio cumple con creces. Yo lo disfruté, y animo a todo aquel que quiera a que se de una vuelta por su despensa cuando este martirio del Covid nos deje en paz. On egin!

 
 
 

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